Los últimos relatos de Margaret Atwood, recogidos en el volumen Perdidas en el bosque por la editorial Salamandra y la excelente traducción –como ya nos tiene acostumbradas, aunque no deja de superarse en cada una de sus entregas– de Victoria Alonso Blanco, toman forma en su mayoría a través de un grupo de señoras mayores que han alcanzado a lo largo de su vida muchas conquistas. No alardean de ello, o si lo hacen, es con ese estilo propio de la aclamada escritora canadiense en el que la ironía siempre acaba situando un paso por delante a la narradora y, a su vez, a la lectora.
En femenino porque los mejores cuentos de un conjunto irregular tienen mucho de encuentro íntimo entre mujeres, a pesar de que la intimidad es algo valioso que corresponde proteger incluso de los más allegados, que nunca llegan a estar tan cerca que puedan resultar invasivos. La defensa de la propia experiencia del yo es la que acaba constatando la vida y la existencia cuando ya ha pasado el tiempo y las apariencias, las obligaciones o veleidades han perdido el significado y la importancia que parecían tener. El agotamiento, la pérdida y el duelo llegan con una ironía que se sobrepone a cualquier nostalgia porque de nada sirvió negarlos ni siquiera en los momentos más dulces.
Las mujeres de edad avanzada que habitan los relatos de Margaret Atwood han venido a legitimar el cansancio. Y a reivindicarlo. Al final quedan los recuerdos y, en el mejor de los casos, el prestigio si es que se ha sido capaz de realizar algo meritorio; cuando lo más ansiado ya es la recompensa de las sensaciones más inmediatas. La naturaleza reclama la parte que le debemos. Las reflexiones de Nell, Lizzie, Myrna o Chrissy nos podrían haber llegado a través de un simposio internacional de académicas y eruditas, o bien mediante una reunión de amigas que se han encontrado para atender a una de ellas que está enferma de cáncer. Leerlas a través de la visión de Atwood puede ser una invitación a la calma de la asunción de la derrota cuando ya no es necesario acumular artículos, ponencias o amantes, aunque jamás se renuncie al juego de la seducción o a la alegría de entender palabras nuevas. El sosiego del atardecer y la sabiduría de esperarlo, observarlo y alargarlo, que dure y que su sabor sea intenso.
Volver constantemente sobre sabores y sensaciones pasadas es una de las obsesiones del duelo, muy presente en esta recopilación de cuentos. Margaret Atwood parece haber escrito para aprender a vivir con la ausencia, de la misma manera que la madre-bruja de la protagonista de “Mi maléfica madre” le asegura a su hija que su padre no las abandonó, sino que ella lo convirtió en un gnomo de jardín para que siempre pudiera disfrutar del paisaje y la caricia del viento. La niña lo creyó, hablaba con la figurita, incluso le pedía consejo y permiso hasta ser una joven crecidita, cuando al fugado le dio por reaparecer. Porque las decisiones y actos de los demás siempre son impredecibles. Por eso, conviene estar abrigadas y tener un lugar cómodo donde descansar.
Junto a las voces femeninas, aparece la del padre ausente que regresa del hechizo que lo mantenía convertido en un gnomo de jardín, la del suegro silente de quien muchos años después se descubre que también pudo haber tenido una vida interesante y desconocida para su propia familia, la del marido fallecido e incluso la voz de George Orwell, en una conversación inventada con la autora que, aunque llama la atención, no es lo más logrado del libro. Nada hay de doctrinario ni de condenatorio, pero con las diferencias en la capacidad de comunicarse de estos hombres o en sus silencios y sus distancias Margaret Atwood sí está poniendo sobre aviso. Ya hemos visto que siempre acaba llegando el momento en que las certezas pierden tersura. El único consuelo –una gran conquista– resida, tal vez, en la aceptación de lo que reclama de verdad la naturaleza.
The post Conquistas de señoras mayores appeared first on El Boomeran(g).