Ahí está. Lo volví a sentir. Pasé frente a la puerta de la cocina y otra vez me atacó ese olor. Es dulce pero no es un perfume. Es agrio, pero no duele. Es un olor simple y básico que no viene de ninguna de las cosas que tengo en la cocina. Tiene un vago tufillo a comida, pero no es un vegetal ni una fruta ni ninguna de las especies que se apiñan en frasquitos de vidrio sobre la mesada. Es un olor a exilio que lo inunda todo y me pone la piel de gallina. Pero no es mi exilio. No es mío. Es un exilio lejano y permanente, un olor indefinible a algo que se come pero que nunca saldrá de una receta.
Tengo que escribir sobre mi abuela.
Mi abuela se llamaba Ellen. «No es Helen. Es Ellen», decía ella con su castellano que nunca pasó de estrafalario. Le preocupaba que confundieran su nombre, de procedencia centroeuropea, con el de su prima Helen, que tomó otro vapor y se convirtió en American. «An American life». Helen se instaló en Los Angeles para la misma época que mi abuela recaló en Buenos Aires. Pero para la nueva gringa California era tierra de promisión. Para Ellen, Argentina fue un naufragio.
Se pasaba las mañanas en la peluquería, las tardes jugando al bridge con las amigas. No me imagino sus noches. Supongo que soñaba mucho, con un Berlín elegante en tonos pastel poblado de valses, abrigos de cuello suave para ir acariciando por la calle y empedrados donde repicaban los cascos de caballos negros. Soñaba en letra gótica, mi abuela.
Si mi abuelo tenía que salir por negocios, Ellen empezaba a llorar. No lloraba fuerte ni se atoraba con hipos. El efecto era acumulativo. Lloraba un día. Lloraba dos días. Al cuarto día mi abuelo anunciaba que no iba a viajar. Entonces Ellen dejaba de llorar. No sonreía mucho. Sólo dejaba de llorar.
Cuando el abuelo murió, en el 57, Ellen empezó a recibir huéspedes en la casa. Alquilaban cuartos, pero ella los llamaba sus huéspedes. Mi papá -un adolescente flaco de pantalones anchos- dormía en la sala, para dejarle su cuarto a los huéspedes. Casi todos eran alemanes desarraigados. Me los imagino siempre comentando sobre el tiempo y leyendo diarios viejos, los señores oliendo a colonia y crema de afeitar, las señoras con la mirada perdida dentro de un cuadro que había en el comedor, una calleja de Baviera que se perdía en la montaña.
Todas estas cosas pasaban antes de que yo naciera. El primer recuerdo que tengo de mi abuela es éste: Yo estoy parado sobre una mesa en el baño. Mi abuela me está secando con una toalla mientras me canta canciones de cuna en alemán. A mí me gusta que me cante, pero no en alemán; quiero que cante en castellano, como mamá. Pero mi abuela no sabe ninguna canción en castellano. Habla muy despacio, traduciendo palabra por palabra; tiene ojos celestes. Sonríe y se le endulzan todas las arrugas.
Ahora, lo primero que surge en la familia cuando nos acordamos de mi abuela son las anécdotas por su torpeza con el idioma del país donde vivió 54 años. Una anécdota: Cuando se estrenó «La historia oficial» en 1984, a todo el mundo se le ocurrió llevarla. «La vi tres veces», se lamentaba en uno de los idénticos tes con leche en tazas de porcelana. «Y la tercera vez fue la que menos entendí».
Siempre la sorprendían las carcajadas. «No es para reir», nos explicaba. Nos suplicaba.
«Yo no sabe si puedo mandarle cosas», me escribió con infinito trabajo y letra de niña al lugar donde yo padecía mi servicio militar. Y punto seguido, una frase que quedó como refrán en la familia: «Si sí, di que».
En 1975, mi abuela recibió una carta del Burgomaestre de Berlín. Como parte de las compensaciones a los berlineses que huyeron del nazismo, el funcionario la invitaba a volver a la ciudad. Una semana, todo pago y con una cena de cuento en el Ayuntamiento, presidida por el Burgomaestre en persona. Mi abuela saltaba de contenta. En esas noches debe haber soñado de nuevo toda su infancia.
Berlín era hermoso, nos decía Ellen mientras se hamacaba en su mecedora. Atrás, la ventana daba a un edificio en construcción. Desde su ventana el cielo estaba siempre gris, pero Ellen tenía sus contactos para compartir el paraíso perdido. El médico, el peluquero, la modista, el fiambrero, las amigas del bridge, todos eran expatriados de Berlín. Cada día mi abuela recorría una ciudad fantasma, sin mirarla, buscando refugiarse en la complicidad de su logia secreta.
Una mañana de 1975, la abuela plegó sus mejores vestidos en una valija y se fué a Berlín. Diez días después regresó, diez años más vieja.
En algún rincón oculto Ellen debió esperar encontrarse con el mundo de antes de la guerra. Un mundo ordenado, despoblado, silencioso, con penumbras y músicas suaves. Ese mundo acabó en todas partes, pero en ninguna tan definitivamente como en Berlín.
Buenos Aires, Montevideo, San Francisco, Rio de Janeiro, La Habana o Quito guardan el pasado en forma de ruinas, museos, esqueletos, paseos, plataformas sonoras sobre las que surge con estridencia el presente. En Praga, Londres, Florencia, Sevilla o París el pasado nos asalta en cualquier esquina, con su olor intacto. Pero el Berlín de mi abuela fue meticulosamente bombardeado, transformado en montañas de escombros y extirpado de las memorias culposas. El paraíso de Ellen desapareció de la faz de la tierra y, en su viaje de regreso, la ciudad del Burgomaestre la agredió con los mismos vahos, bochinches y plásticos que detestó siempre en la cárcel de su exilio.
Con sus huesos de papel a cuestas, Ellen recorría Buenos Aires con una mirada tristísima. Nunca se recuperó de su viaje. Poco a poco se empezó a resignar a que ese lugar, donde había pasado casi toda su vida, era su casa. Se pasaba horas arreglando adornitos, plantas y libros vetustos en su departamento. Se contentaba con cocinar sopas y postres para sus nietos, mirar con dificultad la televisión, dar vuelta a la manzana una vez por día.
Pero la abuela no podía estar sola, y a medida que pasaba el tiempo podía hacer menos cosas. Necesitaba una ayudanta y una enfermera 24 horas por día y eso era muy caro. El consejo familiar fue llamado a dictaminar. Una mañana, muy nublada y ventosa, llevamos a mi abuela al asilo.
Un año de asilo, con visitas frecuentes. Ellen casi no nos reconocía. Farfullaba unas pocas frases en alemán y entraba en hondos silencios. Decía que no esperaba nada del futuro, y no había forma de contradecirla.
Al año de su internación, la crisis económica obligó a otro consejo familiar. No se podía seguir manteniendo el departamento desocupado mientras se sumaban las cuentas del asilo y los médicos. «Total, nunca va a volver». «Podríamos alquilarlo». «No hace falta decirle nada».
Otra mañana gris nos repartimos sus cosas tal como ella nos había instruído muchas veces. Sacamos los adornos, los jarrones, las tazas de porcelana para el té. Alguien descolgó el cuadro que había en el comedor con la calleja de Baviera que se perdía en la montaña. Yo me quedé con la mecedora.
Los domingos me tocaba buscar a la abuela en el asilo y llevarla a la casa de mis papás o a lo de mis tíos para el almuerzo. «Vamos a ver el departamento. Sólo un minuto; estamos cerquita», imploraba la abuela. Y yo tenía que decirle que no, que estaban todos esperando, que se enfriaba la comida, que tal vez otro día. Nunca supe si me creía.
En el almuerzo Ellen trataba de seguir las conversaciones vertiginosas, perdía la paciencia, se hundía en su sopa. De pronto interrumpía todo para contar sus planes para cuando volviera al departamento. Uno de esos domingos, poco antes de cumplir los noventa, dejó de hablar de planes.
Mucho, mucho tiempo después me empezaron a asaltar estos recuerdos. Tal vez por mi propia lejanía de casa. O por el paso de los años cuando me levanto a la mañana.
En el olor de la cocina viven estas historias. El exilio. Berlín. El departamento alquilado. Y esa mañana de noviembre en que llovía a baldes, llovía y llovía y todos teníamos cara de tener que estar pronto en otro lugar. Los murmullos eran gritados para traspasar la cortina de agua, la catarata sin río que acompaño a mi abuela Ellen hasta el cementerio.
Mi papá apretó el botón. El cajón de madera oscura empezó a rodar por la mesa. Del otro lado de la cortina aguardaba el fuego, la consumación, la rapidez de lo inevitable. El fin del exilio de mi abuela.
Escribí este texto en los años noventa. Yo apenas llevaba un exilio a cuestas, de Buenos Aires a Costa Rica. No lo publiqué hasta hoy. Ahora, treinta años más tarde y con muchos exilios más, siento que varias de estas historias no son exactas, pero son verdaderas en mi memoria, como yo me las acuerdo y como las siento todavía hoy.
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