La primera condición de la praxis filosófica pasa por asumir (glosando a Francisco Brines) que antes del lenguaje nada y después del lenguaje nada. Y como el después es inevitable, asumir nuestra condición de paréntesis entre nada y nada. Y si en la condición finita reside lo trágico de la vida para el hombre, en la asunción de la misma reside su dignidad. Pues sólo la lucidez respecto a nuestra condición (que retorna en los momentos de imposibilidad de la mentira, así en los sueños) lleva a pensar, es decir, a responder a lo que alude Aristóteles, cuando sostiene que todos los humanos por su singular condición aspiran a simbolizar y conocer.
Y de esta dignidad aparta todo orden social que imposibilite o dificulte el que todos y cada uno de nosotros tengamos momentos de confrontación a lo que somos. Todo orden social que nos mantenga distraídos de lo esencial, ahora por el trabajo sin sentido (el trabajo en el que nada de las capacidades que nos singularizan como seres humanos se fertiliza), ahora por las modalidades de ocio presentadas como escapatoria al primero, y que no son más que complemento en el conjunto de la vida errática.
En un momento álgido de los Manuscritos del 44, tras exponer la miseria inherente a la división del trabajo manual e intelectual y, en el seno del segundo, la perversa modalidad que supone la división de disciplinas en compartimentos estancos, Marx se refiere a sí mismo, diciendo que en la sociedad que tiene en mente, su jornada se distribuiría en actividades múltiples: “cualquiera puede realizarse en una rama que él desea, la sociedad regula la producción general y en consecuencia hace posible para mí el hacer una cosa hoy y otra mañana, cazar en la mañana, pescar en la tarde, criar ganado al atardecer, hacer teoría crítica tras la cena, exactamente como mi mente decida, sin llegar a ser nunca cazador, marinero, pastor o crítico”.
Pero esta superación en su persona de la miseria de la división del trabajo no haría de él una suerte de diletante, sino alguien susceptible de confrontarse a las interrogaciones que no pueden dejar de plantearse al alma humana, precisamente por su destierro originario, su elevación sobre la condición natural y su búsqueda de nuevo arraigo. En otro párrafo de este mismo texto, en el tercer manuscrito, Marx indica que la sociedad que surgiría de la abolición de la propiedad privada supondría conciliación de naturalismo y humanismo, es decir, tanto superación del conflicto entre el hombre y la naturaleza, como de los conflictos entre el hombre y el hombre y entre necesidad y libertad.
No hay por qué compartir la visión optimista de Marx en el texto que acabo de evocar y sobre el que volveré. Basta con aceptar que el problema nos concierne, que el espíritu humano no rehúye el lugar dónde se juega su destino, se rebela ante la mutilación de sus potencialidades innatas.
Así la práctica política sería el instrumento a través del cual se aspiraría a una sociedad en la que cada ser humano llegaría a estar en condiciones de asumir lo que ser humano implica. La práctica política buscaría una Polis griega sin esclavos y sin condena a Sócrates. Una Polis en la que las reflexiones que Sócrates mantiene con sus discípulos hasta el momento mismo de ingerir la cicuta serían en efecto cosa de todos. Una Polis trágica, como contrapunto de una Polis resignada a la aceptación de la miseria material y el extravío del espíritu en falsos problemas y querellas.
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