¿Y si fuera verdad que, como dice Paul Auster, los libros no se terminan nunca y que las historias se siguen escribiendo a sí mismas sin autor? Los personajes de esta conspiración literaria, desde el Gilgamesh, perdida la memoria, se cruzarían con nosotros sin saberlo, y sólo lo escritores, en la soledad de su escritorio, los captarían, les darían nueva vida y nueva libertad en nuevas historias. El escritor como detective existencial que deambula, lee y descifra las pistas que encuentra y que busca un lugar en el mundo, un punto que se aleja a medida que se encamina a él. Dante, Shakespeare, Cervantes, Balzac, Kafka… todos ellos crearon modelos literarios que definieron sus épocas escribiendo sin teorizar. Y todos ellos introdujeron en sus libros historias ajenas tomadas de la realidad exterior como hicieron muchos pintores del collage: arena, conchas, cuchillos, postales, hierros, incluso esperma, objetos reales en sus teatros pintados.
«Si la ficción se convierte en real, entonces tenemos que repensar nuestra definición de realidad», escribió Auster en una carta a Coetzee. Cuando la política del resentimiento se adueña de la ficción para crear falsas certezas espantamiedos, la literatura es más necesaria que nunca contra lecturas autárquicas del mundo.
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