Julia Ormond, la actriz inglesa (Surrey, 1965) de peculiar atractivo, ha reaparecido, tras décadas de enclaustramiento, en el Festival de Cine de Turín de este año para recoger un premio, dejando sorprendido al público por el cambio físico experimentado; hablan, los medios, de que ha envejecido con naturalidad lejos de la dictadura estética, hasta el punto de resultar irreconocible. Por la coincidencia en el apellido y, más aún, por las guadianescas trayectorias, recupero un relato de 1998 incluido en el libro de artista Cavernas y otros orificios que se halla en fase preliminar de edición conjunta con mi amigo pintor y escenógrafo Frederic Amat.
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Una etapa de mi vida de la que nunca he hablado es la que pasé en Santander como celador en el Hospital Marqués de Valdecilla. No digo que fueran años especialmente esplendorosos pero sí cumplieron a la perfección con el objetivo deseado: vaciarme a fondo, sentimental e ideológicamente. Además, y por eso rescato ese periodo, pude conocer a algunos personajes realmente sobresalientes de los que destacaré uno, el hombrecillo parlanchín y vivaracho que apareció la madrugada de un domingo de invierno contando a todo el que se le ponía a tiro, en especial al sufrido personal de recepción, que a él le sangraban no sólo los orificios sino que también se le cubría la piel de sangre. Preguntado que cuándo le sucedía dicho fenómeno respondió que cuando le daba la gana. Llamaron al corpulento doctor López, el internista de guardia, entraron juntos en la sala de reconocimiento, y nunca más volví a ver a tan minúsculo individuo. Estas vacaciones, en las fiestas patronales del pueblo del que soy originario, me sorprendió ver que junto a los habituales autos de choque, noria gigante y caballitos, se había instalado un barracón pintado de rojo y con aspecto de búnquer, ya que carecía de vanos excepto la taquilla y una estrecha puerta tapada con una pesada cortina. Compré un tique y entré. Daba miedo. La oscuridad casi absoluta y el aire viciado se complementaban con la música siniestra que surgía de una chirriante gramola. Me senté, apartado del resto de espectadores, todos hombres, que fumaban compulsivamente. El espectáculo fue breve. Un alfeñique, anunciado, con grandes caracteres, como ORMOND EL SANGRANTE, en pijama hospitalario, se tendió, tras despojarse de la parte superior de la prenda, sobre una cama metálica, y un tipo corpulento, ataviado de galeno, le dio a la manivela para incorporarlo de modo que pudiéramos constatar, a la luz de un foco, cómo, de repente, comenzaba a sangrar por la boca, por la nariz, por los oídos, luego por los ojos y, finalmente, por toda la superficie de piel que quedaba al descubierto.
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